Un relato sobre resiliencia, por Juan Carlos Sánchez
El helicóptero avanzaba rápidamente sobre el morichal que serpenteaba a lo largo de la sabana. Eran la 9:00 a.m. y aún estaba semi anestesiado por el sueño. Debí levantarme a las 4:00 a.m. para ir a abordar un avión en Maiquetía a las 6:00 y poder llegar a tiempo a Maturín a tomar el vuelo previsto al Delta del Orinoco. Mi compañero de viaje parecía tener más sueño que yo, pues sin demora cerró los ojos y se acomodó en el asiento como pudo, para tratar de reposar a pesar del ruido y las vibraciones del aparato. Total, él era un ingeniero de seguridad industrial de la empresa petrolera y su trabajo estaba era allá en nuestro destino, una plataforma petrolera de perforación ubicada a escaso un kilómetro de la desembocadura del Caño Mánamo.
Ese no era mi caso, mi responsabilidad era observar si se estaban respetando las medidas de protección ambiental, y ello significaba que debía despabilarme cuando terminásemos de sobrevolar el bosque de Chaguaramas y apareciesen los manglares que bordean al Delta, próximos a la plataforma. Miré mi reloj y calculé que aún faltaban unos 20 minutos para llegar; mientras, abajo la amplia explanada de la sabana despoblada se abría majestuosa bajo un sol que a esa hora ya calentaba. El sinuoso río morichalero de aguas oscuras cortaba la sabana en dos y se extendía hacia el horizonte como señalando el camino. Un camino hacia un lugar verdaderamente excepcional, un lugar de plenitud donde la belleza de la naturaleza se despliega ofreciendo escenarios paradisíacos cuya contemplación nunca dejó de emocionarme las veces que hice el trayecto. Las bandadas de flamencos, como pequeñas manchas rojas volando sobre el verde vibrante de los morichales es una de las imágenes más hermosas que he visto en mi vida. Más allá, el enorme Delta donde el cielo, la tierra y el agua se confunden. Un lugar mágico, quizás el delta más prístino que queda en el planeta. ¿Por cuánto tiempo más? Esa era una muy buena pregunta. Un derrame de digamos unos cincuenta mil barriles de crudo en la plataforma de perforación llegaría hasta los manglares en algo más de una hora teniendo en cuenta las corrientes marinas del sector. La empresa aseguraba disponer de un plan de contingencia capaz de desplegar las barreras de contención de derrames en solo diez minutos. Mi pregunta era si el derrame ocurría durante la noche, cuando la mancha de petróleo no se puede ver ¿Cuál sería la acción a tomar, si es que alguna era posible? ¿O más bien nos daríamos cuenta al amanecer al encontrar once kilómetros de manglar impregnados? Eso sería el principio del fin, pero era la época de la “Apertura” y el país perseguía una nueva bonanza petrolera en la que el cuidado del ambiente se consideraba siempre una dificultad más no un impedimento.
Eso pensaba cuando comenzamos a volar sobre un caserío asentado a ambos lados del río en un sitio donde un puente de la carretera regional lo atravesaba. Aguas abajo del caserío se observaba claramente como la superficie del agua había sido invadida por una masa vegetal: su color había cambiado a un verde brillante que reverberaba ante los rayos del sol. Era una proliferación de lirios de agua, popularmente llamados bora, debido seguramente a una descarga de nutrientes al río: aguas servidas sin tratamiento, arrastre del estiércol de ganado por las lluvias, o quizás alguna otra actividad pecuaria local. Por asociación, la invasión de lirios trajo a mi mente una conversación que sostuve con un colega hace varios años.
Estábamos en un bote navegando el Caño Alpargatón en las inmediaciones de Morón. Recogíamos muestras de agua, sedimento y biota para estudiar la contaminación del Caño por una descarga de mercurio de una empresa petroquímica local. Julio López era uno de los mejores analistas de laboratorio que conocí, tan riguroso era con los procedimientos que se empeñaba en ser él mismo quien captara las muestras a ser analizadas. El trabajo consistía en recoger y preservar muestras en once localizaciones a lo largo de dos kilómetros del Caño, desde el sitio de la descarga contaminante hasta su desembocadura en Golfo Triste, para ser analizadas luego en el laboratorio. Cuando avanzábamos hacia la cuarta localización nos encontramos con la superficie del agua totalmente recubierta de lirios. Recuerdo que Julio dijo:
– Vamos a tener que remar duro para poder pasar por esa maraña de bora.
– y bien duro, porque el problema no es solo la parte flotante de la bora, también es lo tupido de las raíces sumergidas, que a lo mejor no nos va a dejar pasar.
Me paré en el bote para tratar de ver hasta donde llegaba la cobertura de bora.
– Son como trescientos metros, pero por la izquierda esta menos invadido, vamos a darle.
Ya adentrados en la masa vegetal Julio comentó que habíamos venido a estudiar un problema y encontrábamos otro, porque ese gran crecimiento de plantas era consecuencia de la contaminación. Yo le pregunté:
– ¿Cuánto tiempo crees tú que le tomaría a la bora ocupar todo el Caño?
Julio titubeó. Pregunta estrafalaria debió haber pensado, por su silencio.
– Te voy a dar una pista: creo haber leído que en condiciones favorables los lirios se reproducen geométricamente. Es decir que teóricamente el volumen de la masa vegetal puede llegar a duplicarse diariamente. Es por ello que coloniza tan rápidamente la superficie del agua. Aceptando esta hipótesis como cierta, ¿en cuánto tiempo recubrirían todo el Caño?
Julio hizo un gesto con la mano como para hacerme ver que como se me ocurría estar haciendo ese tipo de pregunta bajo el intenso calor y la humedad sofocante del mediodía metidos en aquel sitio. Quizás pensó que se trataba de una broma, de un desquite mío por las que él me había hecho. Pero aventuró una respuesta.
– No sé. Varias semanas, más bien varios meses.
– Una sola semana Julio.
– ¿Qué? ¿En una semana?
– Así es. Si teóricamente se duplican en un día y ya cubren 300 metros, en siete días cubrirán los dos kilómetros que estamos estudiando.
– ¿y después qué?
– Después no más Caño, esto se convertiría en una zona pantanosa cargada de restos orgánicos putrefactos de bora muerta en el fondo.
Su expresión por supuesto era de escepticismo, los lirios se veían tan frágiles que resultaba difícil de creer que fueran a invadir los dos kilómetros de aguas en tan solo una semana. Le expliqué que esa situación hipotética no iba a ocurrir, porque los ecosistemas tienen una característica que se llama resiliencia, o capacidad de aguante. Seguramente los peces y otras especies se comerían algunos lirios, además serían picados por los insectos, y quien sabe que otros mecanismos naturales actuarían para frenar el crecimiento desproporcionado de la planta. Pero existe un punto de inflexión en todo ecosistema: un grado de agresión que ya no es soportable, en el que se sobrepasa la resiliencia y el ecosistema colapsa ante la presión de los impactos. Diversos ejemplos de invasión ineluctable de los espacios naturales ocurren en numerosos lugares actualmente: ciudades que crecen anárquicamente destruyendo cerros y bosques, los desechos que se vierten el terrenos baldíos y los degradan, la larguísima fila de vehículos que quedan atrapados en el tráfico de la autopista regional del centro los viernes por la noche y los lunes en la madrugada, las células cancerosas que poco a poco invaden los tejidos sanos, o el más grave de todos: las emisiones de gases de invernadero, que sobrecargan la atmósfera y ocasionan la alteración del clima del planeta, de consecuencias futuras nefastas para la humanidad.
Sin embargo, a pesar de las evidencias, actuamos como si los puntos de inflexión no existieran: los fumadores no dejan de fumar, no se hace planificación urbana, no se reciclan los desechos y menos aún se controlan las emisiones de gases de invernadero. Nos comportamos como si estos problemas no tuviesen prioridad alguna, como si todo estuviese en orden. Pero el mensaje que nos deja el crecimiento de los lirios es claro: ese orden que creemos eterno puede ser efímero si continuamos siendo indiferentes. Seguir agrediendo a los ecosistemas como lo hemos hecho hasta ahora solo puede conducirnos a graves penurias. La naturaleza puede ser tan frágil como nosotros.
A mi regreso del Delta redacté mi informe que debió haberse perdido en uno de los tantos archivos de la época. A los seis meses ya teníamos los resultados de la perforación exploratoria: fue un fracaso total, no había yacimiento petrolero en el sitio o lo que se encontró fue de bajo valor comercial para la empresa. Los manglares por tanto, ya no correrían riesgo. ¿Pero por cuánto tiempo más?
Juan Carlos Sánchez M.
24 de enero de 2011
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En la emisión del 15 de enero de 2017 de nuestro programa radial educativo ambiental «Contacto Tierra» definimos qué es la resiliencia y cómo pese a desarrollarse en el campo de la física hace más de un siglo, en las últimas décadas este término se ha trasladado a los campos de las ciencias naturales y las ciencias humanas como el de una cualidad a escala de todo un ecosistema, de una persona o de un grupo social. Así, se habla de ecosistema resiliente, comunidad resiliente, economías resilientes, instituciones resilientes, ciudades resilientes, etc. También definimos qué es la resiliencia en psicología, como esa capacidad humana de enfrentar, sobreponerse y ser fortalecido o transformado por experiencias de adversidad.
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